El caer de los dedos sobre un teclado de computadora lleva implícita una cierta melodía, cambiante, siempre nueva. En un cibercafé esa musicalidad se intensifica en ritmo y volumen. Ahora esa pieza me deja navegar en los recuerdos de este día. Vuelvo a pensar que de veras me cayó mal el cortecito esponjado del perro french blanco que me ví antes de entrar aquí a escribir que también me pude haber puesto de malas por los cincuenta y tantos minutos de venir oyendo desde atrás de mi cabeza al caballero con audífonos que masticó chicle de plátano de Revolución a Acueducto al estilo tortillerezco. De ahí en fuera todo marchó bien si no contamos con que en la biblioteca Vasconcelos restringieron el uso del bendito messenger y me quedé no más con el gusto de haber saludado a los vigilantes de la entrada, que por cierto, ya conocen el rechinido de unos zapatos cafés que a veces me pongo cuando no me pongo los otros. Y qué tal que descrubrí que soy histérica y que a lo mejor es mi pecado recurrente, aunque hay quienes usan el término para autodescribirse y yo como que me avergüenzo aunque ahorita sin querer ya me di cuenta que esta música de las compus es curativa y bien milagrosa.